Soplan los vientos contra la quilla
de una calavera rezagada en el mar,
cargando como único tripulante
a un conquistador de allende el mar.
Naufraga el navío a unas costas
desiertas,
donde el viento deja de soplar,
se siente fuego en el ambiente,
se siente que el cielo quiere llorar.
Desciende don Guillermo del Ocaso
a tierra firme con pisada singular,
siente su peso más liviano
siente que la arena lo quiere devorar.
Observando el espeso follaje
que sobresale de tierra adentro
donde nunca el astro eterno
perturba el mal ni su centro.
Las sombras se hacen a la vista,
un oscuro ejercito de seres que ya no
conquistan,
almas perdidas, desesperadas…
Almas que han sido despedazadas.
-¿Dónde me encuentro?- preguntó don
Guillermo,
-qué lugar es este que se asemeja al que
vuelvo.-
Las sombras se acercaban, susurrando:
-esta es Borikén, tierra de todo lo
imperecedero.
Aquel hidalgo, estaba anonadado,
observaba las sombras, las almas del
pasado.
Se escucha un estruendo,
-se acercan los amos de este purgatorio.
Huyen despavoridas las almas
desgarradas,
se ocultan en el bosque, tras la piedra,
donde no los vea nada, desde el páramo,
desde la playa, una envenenada hiedra.
Una legión de criaturas, parecidas a las
talladas
en las rocas, por indígenas sin nada,
dioses y demonios del purgatorio borinqueño.
-¡Ahí está Juracán, con su mirada
anclada!
Cemíes se acercan como gusanos,
sus rostros enjutos y estilizados,
devorando la carroña que van dejando
las almas en pena que van vagando.
-¿Quién es el recién llegado? –pregunta
el dios
de ojos de marfil y dientes de oxidiana.
-El es don Guillermo del Ocaso –responde
un lacayo,
-un asesino entre taínos a los que usa
como diana.
La cólera del dios se hizo grande y
catastrófica,
el fuego se hizo hielo, y los gritos
fueron ruegos.
El viento arrasaba todo a su paso, la
sangre derramada,
provocaba ira al demonio de mirada fría
como témpanos.
Don Guillermo del Ocaso, el hidalgo
expatriado,
del mundo de los vivos, al abismo del
pecado,
huyó despavorido hacia el bosque.
¡Pues bienaventurados son los que huyen
al ver el diablo!
Tras él, un ejército de cemíes
rastreros, se acercaba,
el campo de batalla no era más que un
terreno
lleno de sombras de muerte y espíritus
en duelo
que buscan expiar las lágrimas en el
suelo.
-¿Qué cosas son esas que siguen mis
pasos?
-grita al bosque el hidalgo.
-Son las almas vengativas de los
caciques asesinados
- le responde el dios-, que tú y tu
gente mató sin retrasos.
El hidalgo resbala y cae entre dos
peñascos.
Los cemíes carroñeros se abalanzan a sus
costados,
le muerden, le cortan, y le dejan desangrando
como a un cerdo
para que viva el suplicio y el dolor de
un cristiano partido en dos.
-¡No temas a la muerte!- le grita la voz
de aquel dios,
-pues tu ya eres de ellos. ¡No temas a
la vida!
Porque ya no eres un tormento en el
mundo para ellos.
Siente ahora el dolor de perder la
batalla y todos tus duelos.
Entonces aquel hidalgo, dolorido,
acongojado, enlutecido y cortado,
alzó su rostro al firmamento de los
dioses borinqueños,
abrió los ojos y sintió la furia de
Agueybaná y Guarionex,
soltó un alarido que llenó de estrellas el
firmamento,
y desgarró el llanto de Turey[1].
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