-Ya casi no me quedan fuerzas para levantarme y enviarte al
infierno- dijo el señor Odoris a la sombra que se ocultaba tras la puerta
entreabierta de la descolorida habitación. La ventana estaba cubierta por una
sábana y una cortina, haciendo imposible
el paso de la luz. Odoris sacó su mano huesuda de entre las sábanas para
encender la lámpara enmohecida de la mesa de noche. Al hacerlo observó la
fotografía enmarcada que reposaba junto a esta. Su último día en la Antártica,
junto a aquellos que no lo despreciaban por su fuerte olor a pescado a causa de
la trimetilaminuria. Pero en especial había uno que le agradaba, y ese era el
mismo que lo acompañaba en ese momento en su habitación. En un rincón oscuro,
bajo una colina de ropa sucia, descansaban los restos de Cecilio, disecado para
inmortalizar su existencia.
Cecilio, el pingüino emperador lo seguía a todas partes. Un día lo
siguió hasta el barco y no quiso bajarse; era el día que Odoris había decidido
regresar a casa. Odoris no tuvo más opción que llevarlo consigo. No fue mucho
el tiempo que Cecilio vivió entre ellos, pues el clima tropical no le
favoreció. Así fue como Cecilio, terminó siendo un amado adorno de la
habitación de Odoris.
Odoris intentó levantarse de la cama, pero no lo logró. Hace cinco
días que no ingería alimentos, y hace dos que se había tomado su último trago
de agua. Observó nuevamente hacia la puerta y vio a la sombra esperando.
Nuevamente intentó ponerse de pie, y esta vez lo logró. Una nueva fuerza
recorrió su macilento cuerpo. Fue a la colina de ropa y extrajo a Cecilio, lo abrazó
y se encaminó hacia la puerta, dejando sobre la cama una trucha inerte.
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