Este es el prólogo y primer capítulo de mi primera novela titulada: Confesiones de una Bruja. Si tienen tiempo, comentenlo. Gracias.
Prólogo
El final del Camino
El sol se oculta por el horizonte tiñendo el
cielo de rojo, como una cortina teatral que se dispone a revelar muy pronto un
escenario nocturno para la mejor obra de todas, la creación. Desde la ventana
frontal de la segunda planta de la casa, una mujer observaba el espectáculo más
bello que muy pocos aprecian, el milagro diario del crepúsculo. El cielo se
torna oscuro, como si una botella de tinta se derramase sobre él. Observa las
ramas y las hojas danzar en los árboles al compás de una leve brisa que refresca
el rostro en un caluroso día de verano. Durante mucho tiempo la mujer esperó
este día, el día en que su vida daría el giro final; este era el final del
camino, el final de la historia trágica de esta mujer de cabello rubio y
blanco. Suspiró silenciosamente mientras recordaba su pasado, que se halla muy
lejos de su presente, con siglos de distancia, cruzando un puente de dolor que
hace que le broten lágrimas de los ojos, y saltos de sorpresa a quien la
escucha. Ya el sol es imperceptible, el cielo, en lo alto, toma un color
púrpura oscuro, mientras que en la parte baja se escurren los evanescentes
rayos naranja. Muy pronto todo terminará para ella. Cierra la ventana y camina
por el corredor oscuro, se detiene frente a otro corredor, y observa la puerta azul
del fondo, baja la vista y continúa su camino dando vueltas en los corredores
hasta llegar a la escalera.
Baja lentamente cada peldaño, extrae un reloj
de oro de su bolsillo, presiona un botón que activa el mecanismo para que la
cubierta se levante, y observa que faltan cinco
dolorosos minutos para las ocho. Lo cierra, y se encamina hacia la
puerta principal, dejando a su espalda la sombra que se refleja igual que en el
momento de su nacimiento, cuando se descubrió el mundo. Guarda el reloj en su
bolsillo, y en voz baja dice –solo falta un minuto para que todo comience-. Ya
todo estaba arreglado, el final de su travesía está cerca. Observa en lo alto
de la puerta el cristal empañado por la suciedad que durante años se aferra
como alimañas, esto le trae muchos recuerdos, lo único que conserva. En ese
instante posa la vista en el suelo, pues se escuchan unos pasos que se acercan
de manera pausada como la muerte.
Tres fuertes golpes
en la puerta la hacen levantar la cabeza, observa la puerta alumbrada por la
luz de la estancia. Tres golpes más en la puerta hacen que tome la perilla en
la mano lentamente. Antes de girarla se dice casi en susurro –comencemos con el
acto final-, en ese instante tres golpes más se escucharon, giró la perilla, y
abrió la puerta dando paso a su destino.
Capítulo 1
El comienzo de una confesión
-¿Sabéis como todo
comenzó?- la dama lo observó de arriba abajo mientras tomaba asiento en la
antigua butaca, desde su camisa negra y su cabello oscuro como el ébano hasta
su pantalón corto que hacia juego con el color de la camisa y la piel tan
blanca como la leche. -¿Sabéis que es lo que estás buscando? Sí no tienes esas
respuestas, ¿cómo crees en la palabra de cualquiera? Repetirte sin saber de que
hablas como si fuera un cuento de hadas o una leyenda urbana.
-Por eso estoy
aquí, porque quiero saber sí es cierto todo lo que he escuchado–respondió el
joven de manera curiosa. Observó su entorno, y notó que la estancia parecía muy
antigua. Había un reloj de péndulo muy bonito, y todas las butacas parecían
victorianas genuinas. El cielo raso estaba agrietado, como el suelo seco. Luego
observó a la dama sentada frente a él, vestida con un largo traje púrpura con
diseños de lunas y estrellas, y una cinta de la misma tela que le sujetaba el
cabello. La única luz visible era una pequeña lámpara de metal que estaba
corroída por el moho y el tiempo.
-Hay ocasiones en
que lo cierto es falso, pero lo falso se puede hacer realidad. Sí deseas
escuchar lo que ocurrió, te lo puedo contar todo, pero con una sola
condición.-dijo la dama. Se puso en pie rápidamente, caminó hacia el joven, y
lo tomó por el hombro.
-¿Cuál?- Le dijo el
joven un poco asustado.
-Deberás contar a
todo el mundo la verdad de los sucesos que estoy a punto de relatarte y no
omitiréis nada-. Arqueó una ceja y una sonrisa se dibujó en sus finos labios.
-Pero como no puedo
omitir, sí me lo va a contar, y puede que se me olviden algunos detalles.
Además, la grabadora que traía se rompió- respondió algo enojado el joven por
los sucesos ocurridos unos minutos antes en la entrada de la lúgubre casa.
-Eso es fácil-
respondió la dama, y de la nada apareció sobre la mesa de la anticuada
estancia, una grabadora. -Aquí podréis grabar todo lo que te voy a contar,
porque no omitiré detalles sobre lo que en verdad ocurrió en esa época-. Se
alejó del joven y volvió a tomar asiento.
-Muy bien, entonces
comencemos– tomó la grabadora y la encendió.- Contadme, ¿Cuál es vuestra
historia? ¿Cómo comenzó? y, ¿Qué fue lo que ocurrió con usted en sus
tiempos? Me gustaría saber más sobre la
historia que algunos hablan y nadie conoce-. El joven vaciló con sus últimas
palabras, pues ni él mismo estaba seguro de lo que estaba haciendo, aunque la
situación se le antojó extraña, de manera que solo se le ocurrió no mencionar
palabra alguna en ese instante, dando paso al relato de la dama.
* * *
Era el año 1500
D.C. Yo era una niña para ese entonces, (había nacido para el 1494) debía de
tener seis años. Vivía en Cartagena, España. Mi madre era de Salamanca y mi
padre era inglés, aunque siempre lo ocultaba por cuestiones políticas. Ya que
su padre era español, no le fue muy difícil mantener su pasado oculto. La vida
para esa época no era fácil; teníamos que trabajar dentro y fuera de la casa
para mantener nuestro modo de vida, aparentar que no éramos tan pobres como
muchos de nuestros vecinos y amigos. Recuerdo que siempre me contaban historias
sobre lugares maravillosos, castillos de fantasía, laberintos protegidos por
criaturas extraordinarias como los minotauros, esas cosas mágicas y
maravillosas que les gustan a los niños. Además, los descubrimientos de un
navegante, un nuevo mundo para muchos: las Indias Occidentales.
Lo que nunca
imaginé es que los nombres que mencionaban eran reales. Esos nombres de magos,
castillos y criaturas maravillosas existían, al igual que sus obras, sólo que
nadie lo sabía, y quienes lo sabían se lo guardaban en secreto por miedo a la
iglesia; a la Santa Inquisición. Mi historia favorita era la del mago Anesto,
la historia contaba que él había cavado durante un siglo en la parte trasera de
su torre y luego de tanto cavar llegó al centro de la tierra, y allí tomó unos
diamantes que siempre llevaba consigo y los fundió en la roca hirviendo que
había en ese lugar y le dio la forma de un reloj de arena, pero en vez de
llenarlo de arena lo llenó de polvo de oro, y junto al oro añadió unas cuantas
gotas de un líquido desconocido y lo selló todo con un hechizo. Al salir del
agujero, tuvo miedo de que alguien se lo fuera a robar y puso una maldición
sobre él, y lo escondió: aquel que no fuera de su linaje y tocara el reloj,
estaría condenado a vivir por siempre con el reloj sujetado con ambas manos, y
sí lo soltase aunque fuera por un segundo, moriría y su cuerpo sería expulsado
de donde fuera enterrado, jamás la carne se pudriría y ni los gusanos
degustarían su carne rancia.
Claro que yo no
creía en esas cosas hasta que cumplí los catorce años y fuimos a Roma, a
visitar a un familiar enfermo y exiliado de mi madre. Nos permitieron el paso
porque este tenía muchas influencias en el gobierno romano. En menos de cuatro
meses de preparativos tomamos un barco. En poco tiempo ya habíamos llegado a
puerto. Luego tomamos un carruaje que nos llevó hasta Roma. Al llegar, no miré
nada, solo me preocupé por entrar y seguir a mi madre. Subimos hasta el tercer
piso y nos detuvimos frente a una puerta que en su época de esplendor debió de
ser hermosa, pero los años se encargaron de corroerla y dejarla inmunda. Mi
madre me dijo que esperara tras la puerta en lo que iba a hablar con su tío.
Por varios minutos esperé a que alguien saliera, pero nada. Por curiosidad,
acerqué el oído a la puerta y escuché a mi madre decir –tío Anesto, ¿Cómo te
sientes hoy?- Al escuchar esto sentí que estaba soñando, que no era real. No
supe cuanto tiempo estuve meditando lo que había escuchado, solo sé que mi
madre me sacó de la concentración para pedirme que fuera con la esclava que me
llevaría a mi aposento.
Pase
más o menos una hora arreglando mis cosas. Todo era hermoso. Las paredes tenían
un color melocotón que le daba una belleza relajante al lugar, la cama era
bastante amplia con sus cuatro postes de madera firme, había un ropero regular
pegado a una pared. Luego de acomodar todo, decidí dar un recorrido por la
casa. Era muy hermosa, las paredes de los pasillos eran del color de la arena y
tenían la textura de una roca liza; el color de todas las habitaciones era melocotón.
Había cinco pinturas en cada uno de los pisos que mostraban la belleza de un
paisaje bucólico, una persona desnuda o tan sólo una fiesta formal, en fin,
pinturas del renacimiento italiano. También había varias estatuas de hombres
posando desnudos, como El David de Miguel Ángel (aunque no tan
magníficos). Estos no eran de mi gusto, pero que me importa a mí, no era mi
casa.
En
la tarde cenamos en el salón comedor sobre una mesa de madera bastante
carcomida por los años de no usarse y las sillas no eran la excepción. En la
cena solo se hallaban mis padres y mis dos hermanos. Las esclavas sirvieron la
comida, todos cenamos, pero nadie preguntó donde se encontraba nuestro
anfitrión. Al terminar de cenar nos enviaron a nuestros respectivos aposentos a
dormir. El sol ya casi se había ocultado en el horizonte, y en lo alto ya
comenzaban a asomarse las estrellas.
Digamos
que dormir fue lo menos que pude hacer. Esperé a que todo el mundo estuviera
durmiendo y me retiré para ir a visitar a ese hombre llamado igual que el mago
del cuento, que por lo que había escuchado era tío de mi madre. Salí
silenciosamente del aposento, cerciorándome de que no hubiera moros en la costa
(que curioso, no hacía mucho tiempo que los moros habían sido expulsados de
España, y los que quedaron se convirtieron en moriscos). Fui por todo el
corredor, que estaba tan oscuro como los callejones luego de caer el
crepúsculo; casi me descubre una esclava pero la oscuridad supo ocultarme.
Luego, subí las escaleras hasta el último piso, di unos veinte pasos y quedé
frente a la puerta del aposento misterioso. Al abrir la puerta, un resplandor
me cegó por varios segundos.
Fragmento de Confesiones de una Bruja por William Rosado Ocasio
© 2008, William Rosado Ocasio
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